sábado, abril 21, 2007

Cozos.

Elisa
Vicente
Clara

viernes, abril 20, 2007

Trabajo, trabajo, trabajo.

Primero, la emoción de la posibilidad.
Después, el poco tiempo, la vergüenza limitante y las ganas de abandonar.
Un sólo paso más llevó a la pena, la desesperación, la culpabilidad y al tápenmecondiario.
Finalmente, a pocos días de terminar, empieza a aflorar nuevamente la emoción, el saber que no me quedé de brazos cruzados, que hice cosas y que sirveron.
Temí porque odiaran mi trabajo, pero terminaron haciéndome algunas correcciones y diciéndome gracias.

No era tan terrible después de todo.

Abandonada en un banquito en Campus Oriente, con los dedos entumecidos, veo cómo empiezan a llegar las cosas que había buscado esta semana. No es metáfora, en mi mail aparecen las correcciones, los cuestionarios, las posibilidades.

Parece que lo logramos.
¿O estaré cantando victoria antes de tiempo?

{Ze Pequeña, gracias por la ayuda y perdón que Carlos te haya retado por mi culpa.}

lunes, abril 16, 2007

Tarde de Clínica.

El fin de semana mi abuelo fue al supermercado y se cayó. Nadie sabe muy bien cómo fue, pero terminó con un tajo en la cabeza en una ambulancia directo a la Clínica.
Hace tiempo que no entiende mucho lo que pasa a su alrededor, porque además está casi ciego. Es capaz de preguntar cien veces quien es la persona que está a su lado, aunque sea mi abuela. En todo caso, de ella es de quien más se acuerda. De ella y de mi tía.

Hoy día lo fui a ver y lo único que hacía era alegar. Que se quería parar, que se quería ir a la casa. Lo malo es que lo tenían amarrado a la cama, porque como tiene tantas ganas de irse es capaz de pararse y salir corriendo. Además de pegar varios manotazos en el intento. Estuve todo el rato con la guata apretada, porque parecía un niño chico. Mi abuelo, el que nos pagaba porque le arregláramos el pelo con la peineta que siempre tenía en el bolsillo, estaba completamente postrado en la cama y hablando tan mal que apenas se le entendía. Y así sigue hasta ahora. Echado y alegando.

Y durante casi toda la tarde estuve ahí, al lado de mi abuela, sentadas en unas sillas incómodas en la pieza de vidrio de la UCI. Pero a pesar de todo, lo pasé bien. Me encanta mi abuela. Es lo mejor. Es de esas viejas choras, que lo sabe todo y que hasta el día de hoy trabaja haciendo traducciones, mandando todo por Internet. Hasta hablo por MSN con ella y me manda cadenas lateras.

Mientras estábamos ahí, le pedía a mi abuelo que no se moviera, que no se tratara de desamarrar, que no se sacara los calcetines que le pusieron para la circulación, que se dejara quieto el dedo que tenía envuelto en un plástico. ¡No te saques el parche de la frente! Con cara de cansancio, me miró y me dijo: Tienes que querer mucho a Israel, para que cuando estén viejos y estén así, puedas tener la paciencia suficiente. Porque de eso se trata, de las pequeñas cosas de todos los días, pero también de estas.

Y se me apretó más la guata. Casi se me llenaron los ojos de lágrimas y me di cuenta de cuánto quiero a mis abuelos. Una vez más, son lo mejor. A Israel también lo amo y no me importa si cuando estemos viejos lo tengo que retar para que no se saque los parches o ponerle el pato (qué instrumento más espantoso) para que haga pipí, tal como lo hizo mi abuela un rato antes que yo me fuera.