miércoles, febrero 07, 2007

Depilación.

Ayer pensé que había descubierto una nueva picada. Un lugar amplio, blanco, decorado moderno y a pocas cuadras de mi casa. Toqué el timbre, me abrieron la puerta y pregunté si tenían hora para depilarse altiro. Espere un momento. Me senté en un sillón de cuero negro, frente a una mesita con varias revistas, entre ellas, la última Paula. Vamos bien, pensé. La señorita que me recibió apareció nuevamente y me hizo pasar a una pieza. Era bastante grande, la camilla era la más moderna que había visto y tenían una mesa con cubierta de vidrio para dejar las cosas.

Nada comparado con mi antigua Lady Di. Es una peluquería un poco oscura, que al fondo tiene una angosta y empinada escalera de madera. En el improvisado segundo piso, que debe tener un metro setenta de altura, porque siempre me pego en la cabeza, está la camilla cubierta con un género floreado. La cera debe ser la misma desde la primera vez que fui y más encima la calientan en olla.

En el lugar moderno, en cambio, tenían una maquinita blanca de esas que controlan solas la temperatura. ¿Por qué es media amarilla? Porque es cera Karité. Era una cera especial por no se qué y hecha con manteca traída del Caucaso (bueno, no de ahí, pero la idea es que me la presentaron como increíble).

Y me eché en la camilla. Estuve ahí por una hora y media. Ya no lo podía creer. O esto era muy bueno, o demasiado malo. Y claro, aunque le tenía fe, resultó ser demasiado malo. Yo no sé si el problema fue la niña depiladora o la cera, pero por alguna extraña razón me la echaba en pequeños montoncitos esparcidos sin ningún orden por mi pierna.

Mientras veía este desastre, sólo podía pensar: ¿Por qué no pregunté antes de entrar cuánto costaba? Ya me imaginaba que además al salir me cobraban un millón de dólares por la gracia. Por suerte no fue tanto.

Al final me fui a mi casa con la mitad de los pelos que tenía al principio todavía puestos y con la convicción que Lady Di sigue siendo mi mejor opción. Nada como la mejor peluquería de barrio.

lunes, febrero 05, 2007

Escuchona.

Me gusta mirar a la gente. Pero sobre todo me gusta escuchar conversaciones ajenas. Si voy en una micro puedo estar todo el camino intentando entender qué dice esa pareja que va atrás mío. O en el metro. O en la calle. O en un restorán. No me importa nada. Igual trato de pasar piola, pero a veces es inevitable y termino comentando su conversación con la persona que anda conmigo.

No se por qué será, pero tengo esa rara fascinación. Es como para enterarme de lo que le pasa a la gente. Por ejemplo el sábado, en la micro de Peñaflor a Santiago, lo pasé chancho escuchando como dos señoras conversaban de su trabajo. Supe que estaban atrasadas, que las iban a retar y que un tipo que trabaja donde mismo le había dado un beso a una de ellas, pero él estaba casado. Igual a la niña le gustó. Pero ahora es pesado, así que no les cae muy bien.

O la otra vez, que iba en el metro, completamente pasmada escuchando la conversación de una niña con un niño extranjero. Yo estoy segura que a ella le gustaba él, pero él no la pescaba mucho. Él era alto y ella lo miraba con deseo.

No puedo evitarlo, soy una mirona. Una escuchona.

Es esa misma fascinación la que cuando chica me hacía leer cualquier libro que en su título tuviera las palabras Diario de Vida. La misma que me hace leer miles de blogs al día, de conocidos y desconocidos (casi más de los últimos).

¿Estaré muy loca? A lo mejor es mi instinto de periodista que se apodera de mí. Quien sabe.